miércoles, 26 de octubre de 2016

 Entre los retos de la economía Global y el Intervencionismo de Estado desde la perspectiva del Derecho penal. 



Hace pocos días se escuchaba al Presidente pronunciar: “¡Que paguen los culpables! ¡Y que sepan que al pueblo NO se le roba impunemente!” en la posesión del Fiscal General de la Nación, evidenciando un sentimiento generalizado de la comunidad hacia la creación de una política criminal dirigida a la eficaz persecución y prevención en materia de corrupción. Sin embargo, dicha persecución liderada principalmente por los medios ha llevado a la flexibilización de las garantías constitucionales del imputado en una expansión del derecho penal, que bajo la eficacia de la prevención general, llevaría a la rigidez de la Contratación Pública.   
Desde 1993, con la Expedición del Estatuto General de Contratación de la Administración Pública, la teleología de las normas que regulaban la contratación pública empezó a responder a las realidades económicas que enfrentaba el país, en las cuales una norma casuística y restrictiva era ineficiente ante apertura economía, por el contrario y la economía de competencia global, por esto, el legislador optó por un estatuto principalista, que con cierta flexibilidad lograra adaptarse sin necesidad de constantes cambios normativos. 
Paralelo a ello, y con la demanda constante de reacción punitiva que alimenta a grandes bocados los medios masivos, sumado a la, al parecer natural, expansión del derecho penal, se colocó la persecución de los delitos que afectan el patrimonio público como prioridad en la construcción de política criminal del país, lo que devino en el reproche público y masivo de cualquier conducta judicial tendiente a la absolución o favorecimiento de cualquier ciudadano que sea vea implicado en un asunto de corrupción, exigiendo la inaplicación del principio de culpabilidad.
Este estado de cosas, nos lleva a un fenómeno particular que contempla un exigente llamado a la intervención del derecho penal, que en últimas traduce a una demanda de intervención del Estado en materia de contratación pública, y a la vez en un retroceso en la intervención de los controles y barreras  formales de la contratación, en aras de una contratación dinámica que pueda responder al mercado global.
Ahora, no parecen del todo ideas contradictorias para el comerciante que incursiona en la contratación pública, sin embargo, la prevención general como fin de la pena ha calado en los funcionarios públicos quienes, por fortuna o infortunio no son todos, cuidando de su bien más preciado llamado libertad, llenan cada vez más de requisitos y formalidades una contratación llamada al antiformalismo y a la eficiencia, en aras de evitar tener que defender con presunción en contra y sin garantías, en un juzgado, su libertad.
Actualmente estamos en medio de rumores y pequeñas certezas sobre grandes cambios normativos al Estatuto de Contratación, por ello es un excelente escenario donde deberíamos empezar por reconocer que actualmente nos encontramos ante un  Derecho Penal expansivo, no solo en el sentido de la creación de nuevos delitos, sino frente a la flexibilización de principios que antes no considerábamos ni remotamente flexibilizables, como es el estricto principio de legalidad.
La flexibilización del principio de legalidad se nos presenta en dos sentidos particulares, por un lado la Corte Suprema ha construido una línea jurisprudencial acerca del elemento normativo “requisitos legales esenciales” en el delito de Celebración de contratos sin requisitos legales esenciales, en la misma ha sostenido que dichos requisitos se refieren a los principios de la contratación pública, es decir remite a una norma abierta sin certeza para el imputado, toda vez que referente a los principios no hay que perder de vista que “(…)los principios por ser una norma jurídica de contenido general, son por su naturaleza de textura abierta, lo que significa que están constantemente sometidos al desarrollo legal y jurisprudencial para la determinación de su alcance normativo” (Consejo de Estado; Correa, Ruth Stella, 2007).
No bastando con dicha indeterminación jurídica se une a ello la flexibilidad en la imputación del delito, donde incluso el juzgador da por subsumidos elementos no probados, como sucedió en el falló de casación del caso del ex Director del IDU, Andrés Camargo, en donde la Corte dio por superado el elemento del dolo especial exigido en la anterior legislación aplicable[1] referido a la intención de obtener un provecho ilícito para sí o un tercero sin siquiera prueba sumaria.
El referido fallo, desde varios puntos de vista es jurídicamente interesante, llama la atención desde el inicio, pues empieza por un nuevo caso del famoso choque de trenes, en donde la máxima autoridad en materia penal se ve avocada  a resolver el caso en cumplimiento de un fallo de tutela. Asimismo, este fallo realiza un estudio sobre el cómputo de términos de la prescripción de la acción penal, sobre el principio de confianza legítima y finalmente, condena al ex funcionario por violar principios de la contratación pública bajo la tipificación de su conducta en el delito de contrato sin cumplimiento de los requisitos legales, en lo que hoy en día constituiría una flexibilización de las garantías del procesado y un adelantamiento de las barreras de protección.
En la doctrina penal, el fenómeno de la expansión del derecho penal ha sido ampliamente estudiado, pues se evidencia que “Las garantías propias del Derecho Penal post-ilustración se comienzan a ver como obstáculos en la respuesta a las nuevas formas de delincuencia o por lo menos a algunas de ellas, y se aboga por su “flexibilización”” (Feller Schleyer, 2005, pág. 45). Y ante este fenómeno de flexibilización antes relatado nos preguntamos si estamos frente a una mala aplicación de un derecho penal de tercera velocidad en los términos del Doctrinante Silva Sanchez.
Para entrar un poco en contexto, el Dr. Silva propone que existe un derecho penal de dos velocidades, con un doble estándar de reglas de imputación y principios de garantía, por un lado “frente a un derecho penal que marcha sin vuelta atrás hacia la expansión y flexibilización de las garantías y límites propios del derecho penal cásico en aquel sector en que se utiliza la pena privativa de libertad.  (…)Y por otra parte en aquellos delitos que implican penas no privativas de la libertad, se puede admitir una flexibilización controlada de garantías  y presupuestos de imputación de responsabilidad” (Silva Sanchez, 2001)
Sin embargo para el caso en particular, donde se presenta una persecución exacerbada a la corrupción, nos encontraríamos en un escenario cercano a la tercera velocidad del Derecho penal, donde este tercer nivel viene dado “por aquellos casos existentes en la legislación en que no obstante conminarse pena privativa de libertad, de todas formas se admite una relativización de las garantías político-criminares de las reglas de imputación y de los criterios procesales” (Feller Schleyer, 2005). Esta tercera velocidad no está concebida, si podemos hablar que fue pensada con antelación al fenómeno social, para la persecución indeterminada de conductas punibles, por el contrario, busca la persecución del delincuente que se mantiene por fuera del ámbito del derecho, de manera que se justifique la renuncia a las garantías históricamente obtenidas.
Sin duda, estos criterios doctrinalmente creados para la flexibilización de garantías, no son si quiera estudiados por la política criminal en el país, sino se refiere a un intervencionismos populista de la jurisdicción ante la imposibilidad de construcción de conciencia colectiva de moralidad, sin embargo, ¿cómo podemos armonizar este fenómeno de riesgo legal con las exigencias de eficiencia del mercado globalizado? ¿Con el control ciudadano a través del sin número de políticas de transparencia?, ¿en repensar las teorías sobre responsabilidad penal de las personas jurídicas en búsqueda de que las penas hacia las mismas sean tan ejemplarizantes y efectiva su persecución que la sanción lleve a la quiebra a las mismas y no la ausencia de pagos arbitraria e injustificada?

DIANA CAROLINA BELTRÁN
Miembro del CEID
@CeidDiana

[1]Artículo 146. Decreto Ley 100 de 1980. El empleado oficial que por razón del ejercicio de sus funciones y con el propósito de obtener un provecho ilícito para sí, para el contratista o para un tercero, tramite contratos sin observancia de los requisitos legales esenciales o los celebre o liquide sin verificar el cumplimiento de los mismos, incurrirá en prisión de seis (6) meses a tres (3) años, multa de un mil a cien mil pesos e interdicción del ejercicio de derechos y funciones públicas de uno (1) a cinco (5) años