Una
febril sensación se ha apoderado de la Nación americana. Por todo el planeta
voces de júbilo se suman al incansable canto de quienes celebran la
trascendental decisión de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos. Obergefell vs Hodges, este histórico
fallo ‘rosa’ que ha reivindicado los derechos de la comunidad LGBTI, hoy es la
estrella polar para quienes buscan una tenue luz en la noche sombría, ya sea en
las colinas del medio oriente, las agrestes planicies del Magreb, las estepas
del Cáucaso, o los campos de Uganda.
El
veredicto: una cerrada decisión de cinco votos a favor –entre los cuales se
encuentra el de la Juez Sonia Sotomayor, primera Juez de la Suprema Corte de
origen latino, puertorriqueño- y cuatro votos en contra. La Suprema Corte
concluyó que los Estados de la Unión no pueden negarse a la celebración de un
matrimonio entre parejas del mismo sexo, o negarse a reconocer un matrimonio de
estas parejas celebrado en otro Estado, puesto que atenta contra la Constitución.
En
síntesis, reza la catorceava enmienda que las libertades de los ciudadanos no
pueden ser limitadas sin el respeto al debido proceso –due process of law- y
con justificaciones razonables. Uno de
los derechos que las autoridades estatales no pueden limitar es el derecho
fundamental (¡sí, fundamental!) a contraer matrimonio, pues es inherente a la
esfera de las decisiones personales de cada quien. Bajo la lupa del debido
proceso y la igualdad de protección jurídica que consagra la Constitución, no
existe justificación para impedir que las parejas del mismo sexo contraigan
matrimonio, concluyó el Supremo. Esta es la misma lógica que justificó
históricos fallos como Loving vs Virginia
en el que el mismo tribunal declaró inconstitucional las prohibiciones legales
de uniones interraciales, o Turner vs
Safley que reconoció el derecho de los presidiarios a contraer matrimonio.
Poco se
ha comentado en la opinión pública sobre la parte disidente de la Suprema Corte
y la justificación de dicho distanciamiento. “¿Quiénes creemos ser?” (‘who do
we think we are?’), se cuestionó el Juez Roberts. Cinco juristas han lapidado
un debate de grandes proporciones y han elevado a la cima constitucional su
subjetivo entendimiento de una institución social. Tan solo es eso: un fallo
soberbio de voluntad, no un juicio de legalidad. Qué oprobio sentirán los
padres fundadores y los redactores de la Constitución, al ver su sueño de un
gobierno de leyes convertido en una promesa estéril en la tierra que sus hijos
irrigaron con la idea de libertad.
De
ninguna manera esta última posición está dirigida a negar los derechos de las
personas, mucho menos de aquellos sectores sociales con los que se tiene una
deuda histórica imprescriptible. Su propósito no es otro que recordar uno de
los conceptos centrales de la separación de poderes: la Corte no es un
Parlamento, no tiene competencia para determinar si algo es deseable o no. El
derecho fundamental a contraer matrimonio, reconocido por los precedentes no
implica la obligación de los Estados a adoptar un entendimiento sobre el
concepto de matrimonio, máxime cuando la Constitución no asume una definición
particular. La sentencia es un fallo de conveniencia social y política, pero
jurídicamente es más que cuestionable. No es un fallo en derecho, es un fallo
por el derecho. Lo trasciende, lo cuestiona, lo enfrenta, lo supera. La labor
del Juez no es simplemente jurídica, es social, es humana. El Juez no es un
sumiso esclavo de la Ley, es su más grande custodio.
No
censuro la decisión como un monstrum
iuris, pero con emoción veo que no es una decisión en derecho, lo que en mi
opinión no es per se indeseable. Es
más que derecho, más sublime, más loable, más poético, más justo. Si las armas nos han dado la independencia y
las leyes la libertad, el derecho –más allá del derecho- nos dará
justicia.
“¡Cuánta
abundancia en esta pobreza, cuánta dicha en este calabozo!”, dijo Fausto. Este
poético fallo de la Suprema Corte, el cual celebro pero no puedo evitar mirar
con nostalgia, pues reafirma la decadencia del concepto clásico de derecho y la
labor del Juez, demuestra que este exquisito arte –el derecho- es de hombres,
no de leyes; de justicia, más que historia; de esperanza, no de fe. Que se abra
el banquete y suenen las trompetas cuando se siente el Juez, pues nada quedará
oculto o impune cuando rija el derecho más allá del derecho.
Jaime
Andrés Nieto Criado
Centro
de Estudios Integrales en Derecho.
@CeidJnieto.
@CeidJnieto.
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